Montañas a lo lejos. Un brillo deslumbrante ilumina el pueblo, mientras yo observo el crepúsculo que se avecina por aquella altura. Aquí sentada frente al balcón y con una bandeja de comida chatarra, visualizo aves volando en círculo alrededor del montículo de raros colores, como si buscaran cazar algo. Desde aquí se ve bien. Me imagino en las alturas de aquella montaña, yendo a la luz, tocándola, moviéndola en mis manos, como si jugara con ella.
Solo se que hombres suben por ese montículo, que al llegar a él, se convierten en otros seres vivientes, hombres diferentes, casi irreconocibles. El aspecto de su rostro es plástico; su cuerpo se involucra suavemente al viento que roza la montaña, ésa, la que destaca, la que es diferente a todas las montañas que están a mi espalda. Ésta es especial; atrae mi mirada. Camionetas llenas de cosas deslumbrantes suben por aquel camino, suben y bajan, se encuentran entre ellas sin cruzar palabra alguna, sin hacer muecas, ni una expresión en su rostro; como cuerpos mecánicos moviéndose por alguna energía cósmica.
Tomo un puñado de palomitas y las llevo a mi boca. Mañana será otro día, otro atardecer, otro anochecer, otras palomitas, otra coca-cola, otras papas fritas… quizás una manzana y un buen desayuno en la mañana.
Luces de colores; lluvias luminosas; aire caliente, frío, apestoso; vienen de allá arriba, de una droga ciega, silenciosa pero peligrosa, rondando por las calles de tierra seca, tocando cada puerta que se le atraviesa, haciendo un pequeño shhh, danzando al ritmo de los truenos, adornando al viento, adornando pulmones, vías desconocidas. Pronto los ríos escuchan la canción, sienten su ritmo, el sonido se introduce en ella haciendo un <> el mar no pide estar con <> pero el otro no hace nada para detenerlo, por que… le gusta, le complace saber que siempre estará acompañado, lo que no sabe es que su gran amigo será su asesino.
Cinco de la mañana, el cielo oscuro, con diminutas luces inalcanzables, un poco más abajo: una poco más oscuro, con hilos grises formando figuras al aire libre. A lo lejos, se observan las aves volando en círculo, haciendo sonidos con eco, jugando en el montículo. Las camionetas empiezan a subir, a pesar de ser domingo y que comúnmente no encuentras gente en la calle. Una gran explosión de luz se genera en las alturas, las aves salen disparadas hacia el cielo y las voces de los hombres se oyen como aullidos de dolor.
Una gran pestilencia recorre mi nariz, sin deseo alguno de retirarse, frotándose sobre la cama, deslizando el aroma en las paredes interiores y recorriendo con agilidad las exteriores. Un pequeño hilo de luz, baja por el camino de tierra, el sol aún no sale, pero el calor aumenta cada vez más que la luz avanza –no, mentira- en otras montañas la intensa luz del sol se refleja en sus faldas, mientras que una inmensa sombra cubre al pueblo. Proviene de aquel montículo.
El hilo de luz ahora se alcanza a ver con claridad, ya a dos calles las aguas negras recorren apresuradas por las orillas de las casas. Pronto el agua subirá unos centímetros, un metro… ahora un metro cincuenta centímetros. Atorada en mi propia casa, el aroma repugnante del agua, la montaña haciendo un eclipse con su montículo de cosas. Las luces se apagan, la electricidad deja de hacer sus servicios en todas las casas. Busco una linterna en el cajón del ropero, aquí solo está la bandeja de chatarra, ahora cubierta con moho y apestando a húmedo. Debajo de la cama, nada. Cinco centímetros más y en agua rozará mis pies. El aroma se intensifica, siento un nudo en el estómago, una opresión en la garganta, no resisto más y de mi boca sale un líquido negro, naranja, piezas pequeñas de la comida; mi garganta se sierra y el vómito sube a mi nariz.
Mi desesperación aumentó cuando los aullidos incrementaron. En mis oídos estaban las vosees de las personas y el agua cada vez incrementaba cinco centímetros más. ¿Subir al techo o correr con las demás personas dirigiéndose a ni un lugar en especial? O ¿morir ahogada tal y como el destino propone? Ni una solución me parece convencer. Veo frente al buró unos antifaces – de los que se usan para dormir- los tomo sin pensarlo y decido ponérmelos. El mundo se vuelve oscuro, con tranquilidad. A pesar de que hay gritos afuera, todo suena como un sueño. El agua roza mis gemelos, pronto, las rodillas y yo me recuesto en la cama, pensando en que este nuevo mundo que experimento en la obscuridad, es un mundo mejor que el de allá afuera, caótico y sucio. Lentamente trago el agua y pienso en el sabor a fresa <> nadie sabe nada, yo no se nada y no quiero saber nada, solo masticar y tragar mi rica fresa. Esperanzada en encontrar pronto el otro mundo, recibiéndome con los brazos abiertos en las puertas celestiales… compraré en la tiendita de la esquina, unas palomitas, unas galletitas sabor chocolate, otra y otra coca-cola, otras papas fritas… ¡¡Esperen!! ¿Hay papas fritas en el cielo?
Jasmin Vallejo.
Solo se que hombres suben por ese montículo, que al llegar a él, se convierten en otros seres vivientes, hombres diferentes, casi irreconocibles. El aspecto de su rostro es plástico; su cuerpo se involucra suavemente al viento que roza la montaña, ésa, la que destaca, la que es diferente a todas las montañas que están a mi espalda. Ésta es especial; atrae mi mirada. Camionetas llenas de cosas deslumbrantes suben por aquel camino, suben y bajan, se encuentran entre ellas sin cruzar palabra alguna, sin hacer muecas, ni una expresión en su rostro; como cuerpos mecánicos moviéndose por alguna energía cósmica.
Tomo un puñado de palomitas y las llevo a mi boca. Mañana será otro día, otro atardecer, otro anochecer, otras palomitas, otra coca-cola, otras papas fritas… quizás una manzana y un buen desayuno en la mañana.
Luces de colores; lluvias luminosas; aire caliente, frío, apestoso; vienen de allá arriba, de una droga ciega, silenciosa pero peligrosa, rondando por las calles de tierra seca, tocando cada puerta que se le atraviesa, haciendo un pequeño shhh, danzando al ritmo de los truenos, adornando al viento, adornando pulmones, vías desconocidas. Pronto los ríos escuchan la canción, sienten su ritmo, el sonido se introduce en ella haciendo un <
Cinco de la mañana, el cielo oscuro, con diminutas luces inalcanzables, un poco más abajo: una poco más oscuro, con hilos grises formando figuras al aire libre. A lo lejos, se observan las aves volando en círculo, haciendo sonidos con eco, jugando en el montículo. Las camionetas empiezan a subir, a pesar de ser domingo y que comúnmente no encuentras gente en la calle. Una gran explosión de luz se genera en las alturas, las aves salen disparadas hacia el cielo y las voces de los hombres se oyen como aullidos de dolor.
Una gran pestilencia recorre mi nariz, sin deseo alguno de retirarse, frotándose sobre la cama, deslizando el aroma en las paredes interiores y recorriendo con agilidad las exteriores. Un pequeño hilo de luz, baja por el camino de tierra, el sol aún no sale, pero el calor aumenta cada vez más que la luz avanza –no, mentira- en otras montañas la intensa luz del sol se refleja en sus faldas, mientras que una inmensa sombra cubre al pueblo. Proviene de aquel montículo.
El hilo de luz ahora se alcanza a ver con claridad, ya a dos calles las aguas negras recorren apresuradas por las orillas de las casas. Pronto el agua subirá unos centímetros, un metro… ahora un metro cincuenta centímetros. Atorada en mi propia casa, el aroma repugnante del agua, la montaña haciendo un eclipse con su montículo de cosas. Las luces se apagan, la electricidad deja de hacer sus servicios en todas las casas. Busco una linterna en el cajón del ropero, aquí solo está la bandeja de chatarra, ahora cubierta con moho y apestando a húmedo. Debajo de la cama, nada. Cinco centímetros más y en agua rozará mis pies. El aroma se intensifica, siento un nudo en el estómago, una opresión en la garganta, no resisto más y de mi boca sale un líquido negro, naranja, piezas pequeñas de la comida; mi garganta se sierra y el vómito sube a mi nariz.
Mi desesperación aumentó cuando los aullidos incrementaron. En mis oídos estaban las vosees de las personas y el agua cada vez incrementaba cinco centímetros más. ¿Subir al techo o correr con las demás personas dirigiéndose a ni un lugar en especial? O ¿morir ahogada tal y como el destino propone? Ni una solución me parece convencer. Veo frente al buró unos antifaces – de los que se usan para dormir- los tomo sin pensarlo y decido ponérmelos. El mundo se vuelve oscuro, con tranquilidad. A pesar de que hay gritos afuera, todo suena como un sueño. El agua roza mis gemelos, pronto, las rodillas y yo me recuesto en la cama, pensando en que este nuevo mundo que experimento en la obscuridad, es un mundo mejor que el de allá afuera, caótico y sucio. Lentamente trago el agua y pienso en el sabor a fresa <
Jasmin Vallejo.
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